Bueno, malo, llorón, generoso, granuja… Para nuestro hijo estos adjetivos son espejo y corsé, ya que fijan de él una característica de la que es difícil escapar.
Casi sin darnos cuenta ponemos a nuestro hijo una etiqueta que repetimos como una coletilla ante conocidos y ajenos: “¿Cómo está tu niño?”, nos preguntan. “Ya sabes, es un trasto”, contestamos. La etiqueta impulsa a los padres a interpretar las acciones de niño en función de ella. Por ejemplo, como nuestro hijo es un trasto, cuando rompe la servilleta en mil trocitos, su madre se enfada. Sin embargo, su tía, que siempre lo ha considerado muy inteligente, exclama: “Míralo, qué precisión, siempre está investigándolo todo”. ¿Cómo influye esto en su eduación?
Cómo funcionan las etiquetas negativas
Normalmente pensamos que al llamar “malo” al niño le estamos dando un ejemplo de lo que debe ser. No es así. En realidad, le estamos diciendo lo que vemos de él, lo que ya es. Al definirlo no le transmitimos que puede o debe cambiar, sino que él es así. Es la imagen que le mostramos: eres egoísta, no se puede confiar en ti, no piensas en los demás.
La mirada del otro nos estructura. ¿Cómo de competentes somos capaces de mostrarnos ante un jefe con el que empezamos con mal pie y parte de la idea de que somos estúpidos? ¿No nos volvemos más torpes, más lentos e incluso nosotros mismos nos vemos más estúpidos? Cuanto más pequeños, más nos estructura la mirada del otro. Sobre todo si proviene de esas personas cuyos juicios no nos vamos a cuestionar jamás, al menos durante la infancia: los padres.
Las etiquetas son eso, un juicio de valor que coarta la personalidad al focalizarla en una sola (y aparentemente definitiva) característica. La etiqueta no permite el movimiento. Bien… si no debemos llamarlo “malo”, ¿por qué no destacar sus virtudes, por qué no llamarlo bueno?
Cómo funcionan las etiquetas “positivas”
“Es muy responsable”, dice la madre de Alberto continuamente. ¿Cómo puede esta palabra influir negativamente en la configuración de su personalidad? Pues sí, puede. Ser “responsable” supone una presión enorme en la vida de un niño. “Voy a estudiar mucho, si me pegan no lo voy a devolver, voy a hacer caso a mis padres…” serán pensamientos de Alberto conforme crezca, preso de la etiqueta.
¿Acaso no es bueno esto, que se esfuerce por ser mejor?, nos podemos preguntar. No. Lo que vive un niño con una etiqueta “buena” es que para conseguir el amor de los que le rodean ha de ser siempre así. “El niño va a renunciar a otras parcelas de sí mismo para conseguir la aprobación y su autoestima se va a sostener en función de los juicios que recibe de fuera”, recuerda la psicóloga Isabel Gallardo.
De adultos, el perfil de estos niños es el de hombres y mujeres de éxito profesional y personal de los que todo el mundo tiene un buen concepto… excepto quizás ellos. Su autoestima es baja y no se sienten bien, se han construido esclavos del juicio externo.
Palabras que funcionan
“A un hijo hay que verlo con todas sus capacidades, dificultades, luces y sombras, y aceptarlo tal cual es”, recuerda Isabel Gallardo. Y para eso, claro, no sirve la etiqueta, que es como una sentencia. La forma de utilizar el lenguaje es haciendo referencia a las conductas, no a la persona, y escuchando y poniendo palabras a la emoción que hay detrás, especialmente a esa edad.