¿Puede ser Malo un Niño de Dos Años?

chino bravo
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Evidentemente, no. "¿Seguro?", pregunta una madre, inquieta. Su sonriente bebé, de un día para otro, muerde a su hermano, tira el plato al suelo desafiante y recorre la casa al galope, arrastrando todo lo que encuentra.


Lo peor de todo es que parece inmune a las órdenes maternas, a sus gritos, a sus súplicas... Su madre empieza a sospechar que el niño le ha salido difícil, por no decir malo.

Pero la respuesta sigue siendo la misma: un niño de dos años no puede ser malo. A los dos años, casi todos los pequeños se estrenan en los comportamientos que habitualmente etiquetamos como "malos": pegar, morder, desobedecer, tirarse de los pelos... ¿Qué les pasa?

En realidad, a los niños de dos años todo lo "malo" le asusta bastante, incluida la palabra. Malo es el ogro que se come a los niños, el lobo que devora abuelitas, el monstruo que mata a los padres, en fin, malo...Malo es algo muy malo, que hace mucho daño.

Pero dejar resbalar la comida desde la cuchara hasta el suelo, salir corriendo al llegar a la calle, explorar texturas y alturas, dejar clara la voluntad de no moverse del sitio... ¿qué tendrá eso que ver con la palabra "malo"? Los niños de dos años son así: tercos, refunfuñetas, despreocupados, sin noción del peligro, pesados... Pero siempre con la mejor intención.

Sin embargo, es difícil encontrar a una madre que observe orgullosa cómo su pequeño recorre la casa vaciando todos los cajones: "Qué bonito, qué energía, con qué alegría salta", podría decir esta supuesta madre. No es habitual. Lo que sí es común es zanjar ese comportamiento con un "no para quieto, no me deja hacer nada".

De su "preciosa vitalidad" a nuestro «infierno particular» media un paso. Su derroche de energía choca con nuestra necesidad adulta de orden, paz y descanso. Es decir, nuestros intereses son distintos, así que habrá que encontrar una solución intermedia.

¿Qué le pasa a nuestro hijo cuando tiene una rabieta, nos pega, lo tira todo, insulta, muerde, no obedece...? Nos toca a nosotros, por ser mayores, tratar de entender las razones de su comportamiento, y presuponerle siempre un buen motivo: ¿necesita atención, afecto, espacio, respeto a sus juguetes? ¿Necesita ser tratado como su hermano, explorar, o está simplemente cansado, tiene hambre o frío?

Otras veces nos daremos cuenta de que su comportamiento no es tan terrible pero nos afecta mucho porque... ¿estamos cansados, tenemos hambre o frío, necesitamos atención, afecto o respeto por nuestro espacio vital?

La imaginación es la principal arma para enfrentar lo que podemos interpretar a veces como mal comportamiento, aunque no suele pasar de inadecuado. Si queremos hablar por teléfono y él toca el tambor con entusiasmo, pedirle que lo deje es una pobre idea. Ofrezcámosle otro escenario para su concierto, o un silencioso instrumento con el que deleitar a su invisible público.

Por más científico que sea el experimento, no está permitido tirar el plato al suelo. Y por muy justificados que estén los celos, morder al hermano tampoco está permitido. Entonces, ¿qué hacemos? Separar el comportamiento de la persona. "Eso está mal", pero él no es malo. Si podemos afinar, y cambiar «mal» por "peligroso, doloroso, temerario", mejor.

Siempre hemos de reaccionar de la misma manera.

    Ponernos en su lugar y demostrarle que entendemos lo que siente: "Ya sé que necesitas correr y jugar porque hoy no hemos salido de casa".

    Explicarles nuestra postura, lo que nosotros necesitamos: "Pero yo tengo que descansar, tengo una visita...".

   Sugerirles una alternativa: "Así que, por ejemplo, tú puedes rodar y gritar en tu habitación, mientras yo hablo con mi amiga en el salón".

    Apoyar todo con una acción firme (y cariñosa), ya que a esta edad la palabra aún es peso pluma. En este caso, lo cogemos con cuidado o le damos la mano para guiarlo a su cuarto. Si le estamos diciendo que no se tocan los enchufes, acompañamos nuestras palabras retirando su mano con la nuestra; si le decimos que no se pega al hermano, le sujetamos a la vez que se lo decimos, reforzando nuestro mensaje verbal con el corporal, pero nunca con violencia.
  
 Aceptar que no va a entender la negociación a la primera, es decir, que aquello que no nos gusta lo intentará unas cuantas (miles de) veces más. No es desobediencia, ni maldad, ni reto. Es la fuerza vital que les empuja a experimentar con los límites.

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